En Occidente, la memoria histórica está plagada de relatos sobre el Holocausto, las dictaduras de Franco y Mussolini, y los campos de concentración nazis.
Sin embargo, pocos conocen los horrores perpetrados por la armada nipona durante la Segunda Guerra Mundial. Las "mujeres de consuelo" son un ejemplo de esta historia silenciada. Estas mujeres, en su mayoría adolescentes, fueron secuestradas de sus hogares por el ejército japonés. Las víctimas de este sistema provenían principalmente de países y regiones bajo el dominio o la ocupación japonesa. La mayoría eran de Corea, China y Filipinas, pero también había de Taiwán, Indonesia, Birmania, Tailandia, Vietnam, Malasia, Timor Oriental, e incluso un número menor de Japón, Países Bajos y Australia.
Se estima que entre 50.000 y 200.000 mujeres fueron víctimas de este sistema de esclavitud sexual institucionalizada por el ejército japonés entre 1932 y 1945. Eran forzadas a mantener relaciones sexuales con los soldados, siendo tratadas como objetos y sometidas a abusos físicos y psicológicos constantes.
Tras la guerra, muchas de ellas enfrentaron el silencio y la estigmatización. Fue solo en 1991 cuando Kim Hak-Sun, una sobreviviente surcoreana, rompió el silencio al contar su historia públicamente, lo que llevó a un reconocimiento más amplio del sufrimiento de estas mujeres.
Hoy en día, el tema sigue siendo objeto de debate y lucha por justicia. Organizaciones de derechos humanos y Gobiernos de países afectados continúan exigiendo disculpas y compensaciones al Gobierno japonés, mientras que monumentos y memoriales se erigen en honor a las víctimas, buscando mantener viva su memoria y educar a futuras generaciones sobre este capítulo oscuro de la historia.
Es fundamental que estos acontecimientos sean conocidos y reconocidos, no solo como un acto de justicia histórica, sino también como una lección para prevenir que tales atrocidades se repitan.
Las “mujeres de consuelo”. Violaciones en masa en el seno del Ejército Imperial Japonés
El doloroso sistema de las "mujeres de consuelo" representa un capítulo brutal en la historia del siglo XX. Este término, utilizado por el Ejército Imperial Japonés para suavizar la crueldad de la realidad, se refiere a las mujeres y niñas que fueron forzadas a la esclavitud sexual masiva antes y durante la Segunda Guerra Mundial. La verdad innegable es que fueron secuestradas, engañadas, coaccionadas o directamente compradas para ser explotadas en burdeles militares, eufemísticamente disfrazados como "estaciones de consuelo".
El origen de este sistema se remonta a la década de 1930, en un contexto de agresiva expansión militar de Japón, particularmente en China. A medida que las tropas japonesas avanzaban, los informes de violaciones generalizadas y atrocidades contra la población civil se multiplicaban. Con la intención declarada de "controlar" la disciplina de las tropas y, supuestamente, prevenir la propagación de enfermedades de transmisión sexual, el ejército japonés comenzó a establecer estos burdeles militares. Sin embargo, lo que se gestó no fue una medida de control, sino un mecanismo institucionalizado de violencia sexual a una escala sin precedentes que deshumanizó y destruyó la vida de miles de mujeres.
El método de reclutamiento era tan cruel como variado. Muchas mujeres fueron secuestradas directamente de sus hogares o aldeas, arrancadas de sus familias por la fuerza. Otras fueron engañadas con promesas falsas de trabajos bien remunerados en fábricas o como enfermeras, solo para encontrarse prisioneras. Un número significativo fue obligado bajo amenaza, coerción o deudas ineludibles. Una vez en las "estaciones de consuelo" su existencia se transformaba en una pesadilla diaria. Vivían en condiciones infrahumanas, confinadas y sometidas a violaciones repetidas, abusos físicos y psicológicos constantes, y a menudo a enfermedades sin atención médica adecuada. Su vida era un ciclo ininterrumpido de terror, degradación y deshumanización, orquestado y mantenido por el ejército para el "consuelo" de sus soldados. Este sistema no fue un mero efecto colateral de la guerra, sino una política deliberada y organizada que representa una de las mayores atrocidades contra los derechos humanos en la historia moderna.
Testimonios vivos: Kim Bok-Dong
Kim Bok-Dong (1926-2019) fue una de esas mujeres valientes. En una entrevista concedida a Asian Boss cuando le quedaban solo tres meses de vida debido a un cáncer, decidió alzar la voz para ayudar a miles de mujeres esclavizadas como "mujeres de consuelo" que aún no tenían el valor de hablar, y para visibilizar su caso.
Nació en Corea en el seno de una familia humilde y unida. A los 14 años, bajo la amenaza de exilio, fue obligada a ir a supuestamente trabajar en una fábrica de uniformes para soldados japoneses. Tras viajar en tres barcos diferentes junto a otras 30 mujeres, llegó a Cantón, donde fueron recibidas por soldados japoneses. Uno de ellos comentó: "¿No crees que es muy joven?". Un médico del ejército las examinó y, al ser llevada a su habitación, Kim vio a través de las puertas cómo los soldados mantenían relaciones con otras mujeres.
Después de ser violada por primera vez regresó ensangrentada y, junto a otras dos chicas, decidió quitarse la vida. Usó el único won que su madre le había dado para comprar comida si pasaba hambre (en esa época, una suma considerable) y le pidió a la empleada de la limpieza que le comprara alcohol (del 63%). Al beberlo, le quemó la boca y la garganta, quedando inconsciente durante horas. El médico la salvó, y dos días después, aunque aún no estaba mentalmente recuperada, comprendió que debía sobrevivir para contar la verdad y evitar que todo quedara oculto.
Entre semana, la actividad en el centro era menor, pero los fines de semana el horror se intensificaba: los sábados de 12:00 a 18:00h y los domingos, de 8:00 a 17:00h. Al terminar, el dolor era tan insoportable que no podía caminar ni regresar sola a su habitación. El médico le administraba inyecciones y medicamentos para "recuperarla".
Cuando Japón se rindió, las tropas en Singapur intentaron ocultar los crímenes llevándolas a un hospital de enfermeras. Un año después, Kim logró tomar un barco de regreso a Corea, donde se reunió con su familia. Ellos le dijeron que habían pasado ocho años: ya tenía 22. Suponían que había estado trabajando en una fábrica, así que cuando se negó a casarse, se sorprendieron. Su madre insistió en saber por qué, y Kim respondió: "Me han abusado, y es mi problema. No quiero condenar a nadie a esto". Su madre murió de un infarto poco después de conocer la verdad.
A los 60 años, Kim encontró la dignidad para contar su historia. Consideraba un milagro haber sobrevivido, pero sintió vergüenza al revelarlo. Ella y otras supervivientes no buscaban dinero, sino el reconocimiento del crimen: una disculpa formal del Gobierno japonés y que los libros de historia reflejaran la verdad. Rechazaban las compensaciones económicas si significaban silenciar el pasado. Como la propia Kim recordó poco antes de morir: "No somos fantasmas avergonzados. Somos testigos que exigen que el mundo escuche". Su reivindicación de justicia, totalmente ignorada por la historia oficial ha tomado las calles, las pantallas y, sobre todo, la conciencia de quienes creen que algunos crímenes son demasiado horrendos para recordar. Precisamente por eso, deben ser contados una y otra vez.
A pesar de todo el dolor, Kim donó todo el dinero que recibió a niños y niñas sin recursos para que pudieran estudiar, pues ese había sido su sueño frustrado. Decía: "Todavía tengo la capacidad de perdonarlos, pero necesito una disculpa, no miles de dólares".
Consecuencias de la explotación
La Corea de posguerra respondió al sufrimiento de estas mujeres con un silencio cómplice. Familias que habían llorado su ausencia durante años ahora las rechazaban en secreto; marcos legales las ignoraban; vecinos susurraban a sus espaldas: "sobras del ejército". Como documenta Chunghee Sarah Soh en The Comfort Women: Sexual Violence and Postcolonial Memory, esta doble victimización —primero por los verdugos, luego por su propia sociedad— creó un muro de aislamiento que muchas no pudieron escalar. Algunas se casaron en silencio, escondiendo su pasado incluso de sus esposos; otras fueron confinadas en hogares para "mujeres caídas". El Estado, más preocupado por reconstruir relaciones con Japón que por hacer justicia, archivó sus casos bajo el eufemismo de "daños colaterales de guerra".
Frente a este pacto social de olvido, el arte y los memoriales han surgido como trincheras de memoria. La película I Can Speak (2017) encapsula esta lucha a través de Ok-Boon, una anciana que aprende inglés a los 70 años para testificar ante el Congreso estadounidense. En una escena desgarradora, muestra las marcas en su vientre mientras grita: "¡No fuimos voluntarias! ¡Nos robaron los nombres, la juventud, la dignidad!". Esta ficción refleja hechos reales: mujeres como Lee Yong-Soo viajaron por el mundo con mapas dibujados a mano para ubicar los "centros de consuelo" donde fueron esclavizadas.
La "Niña de la Paz", esa estatua de bronce instalada frente a la embajada japonesa en Seúl, condensa toda una generación de dolor y resistencia. Cada miércoles desde 1992, supervivientes y activistas se reúnen allí para lo que se ha convertido en la protesta más longeva de Asia. Cuando en 2015 Japón exigió su remoción como condición para el acuerdo de compensación, decenas de réplicas surgieron desde San Francisco hasta Berlín. Hoy, la sombra de esta estatua sigue siendo un campo de batalla geopolítico: en 2023, documentos filtrados revelaron que Tokio presionó a Corea para retirar "monumentos antijaponeses" como parte de acuerdos militares con EEUU.
Lo más revelador está en los detalles de estos memoriales. Junto a la estatua principal hay una silla vacía, y cada año se quita una cuando muere una superviviente. El museo dedicado a ellas en Seúl guarda objetos cotidianos que hablan de resistencia clandestina: trozos de tela donde bordaban mensajes, espejos rotos usados como armas, diarios escritos con sangre menstrual. Estos vestigios cuentan lo que los documentos oficiales omiten: que incluso en el infierno, se negaron a dejar de ser humanas. Esta batalla por la memoria sigue viva. Mientras el último grupo de abuelas sobrevivientes (solo 9 registradas en 2024) lucha contra el tiempo, nuevas generaciones coreanas han convertido su causa en bandera de justicia social.
Destapar el pasado: en defensa de una memoria histórica feminista y de clase
Durante décadas, el Gobierno japonés negó, ocultó y manipuló la verdad sobre la esclavitud sexual impuesta a miles de mujeres durante la guerra. La Declaración Kono de 1993 representó un pequeño reconocimiento, pero estuvo lejos de ofrecer una disculpa formal, compensaciones adecuadas o la rectificación en los libros de historia. Investigaciones académicas, como las contenidas en Japan's Comfort Women de Yuki Tanaka (2002), demostraron cómo se falsificaron registros para negar la coerción y desmentir la realidad de la violencia sistemática. La cultura y la memoria colectiva también se han erigido como armas fundamentales en esta lucha por la justicia. Documentales como The Apology (2016), que siguen a tres supervivientes en su búsqueda incansable de verdad, y el Museo de las Mujeres de Consuelo en Seúl, que conserva testimonios y objetos personales, mantienen viva esta memoria y educan a nuevas generaciones.
Frente a esta negación, las víctimas se organizaron en el Consejo Coreano para las Mujeres Esclavizadas por Japón, desde donde exigieron que se reconozca la responsabilidad directa del Parlamento japonés, que se corrijan los manuales escolares que aún llaman “prostitutas” a estas mujeres, y que se otorguen reparaciones sin intermediarios ni intentos de manipulación política.
El acuerdo de 2015 entre Japón y Corea del Sur, firmado sin la participación de las víctimas, fue rechazado por considerarse insuficiente y excluyente. Japón ha presionado para eliminar estatuas y símbolos de memoria en terceros países, reafirmándose en el negacionismo.
Pese al desarrollo económico en Corea, basado en el mantenimiento de una profunda desigualdad social y unas estructuras patriarcales arraigadas, historias como las de las “mujeres de consuelo” siguen sin ser conocidas y mucho menos reparadas. Como este caso tan salvaje pone de manifiesto, el patriarcado y el capitalismo son aliados inseparables y por ello los y las comunistas revolucionarias tenemos que exigir una memoria histórica de verdad, de las de abajo, y combatir con todas nuestras fuerzas el engaño de la memoria histórica capitalista, que sólo busca perpetuar nuestra opresión.